domingo, 20 de diciembre de 2009

Mal día para pescar

Este asqueroso domingo he comido con mi madre una paella con cuatro gambas pequeñas y un calamar. Cada domingo mi madre come de puta madre gracias a que mi hermana compra la comida y ella cocina, pero hoy, mi hermana se ha ido con una amiga o conocida, porque en realidad no tiene amigos, a comer por ahí.
A las cuatro me he metido en el cine para ver Mal día para pescar, una interesante película uruguaya dirigida por Álvaro Brechner y protagonizada por Gary Piquer. Los dos muy bien en sus respectivos trabajos. La historia es original. Un buscavidas, que vive de un campeón de lucha libre alemán acabado, organiza una pelea en un pueblo de cuatro casas, pero la jugada le sale mal.

Un servidor (no sé de quién), cuando tenía unos veintidós años e iba montado en una Kawasaki y veía pasar el mundo muy rápido sin pararme a pensar en lo que pasaba, un día me encontré por la calle a VA, un amigo de otro amigo, y hablando y hablando me dijo que practicaba boxeo. A mí me hizo gracia, y como iba perdido, le pregunté si alguna vez podía acompañarlo a entrenar. Me dijo que sí. Tengo que aclarar que el boxeo siempre me ha apasionado, y en el fondo, siempre quise subirme a un ring para experimentar lo que se sentía. También tengo que aclarar que VA era un tipo raro al que le gustaban las experiencias nuevas, algo parecido a lo que me pasaba a mí, y, por eso, y a pesar que estudiaba tercero de Derecho, le encantaba subirse a un ring para que le endiñaran. Porque hay que decir que no era muy bueno con los guantes.

VA entrenaba en la Federación de boxeo que estaba en la calle Apuntadores (ya ha desaparecido), en la parte vieja y no muy buena (en esos años) de la ciudad. El ambiente era cutre de cojones, y los jóvenes y no tan jóvenes que entrenaban, ni os cuento. Del más bajo extracto social.
A finales de enero empecé a entrenar y a comprender a todos aquellos jóvenes que perseguían un sueño: salir de la mierda. Ya sé que parece muy peliculero, pero es la puta verdad. El boxeo es un deporte que te puede sacar de la mierda y ponerte arriba del todo, donde están los privilegiados, y basta con que sepas esquivar los golpes y tu pegada sea como la coz de una mula. Así de sencillo y así de difícil.
Lo que más me impresionó de los personajes que conocí en la Federación, fue la lucha interior, mucho más terrible que la del ring, de los jóvenes (prácticamente todos eran obreros) por querer salir de lugar donde la sociedad, ¡o vete tú a saber quién!, les había puesto sin su permiso. La mayoría era buena gente, que cuando subía al ring lo daba todo, y cuando golpeaban el dura saco, golpeaban a la puta vida que les había tocado vivir. Ocho horas de duro trabajo y luego dos o tres horas de entrenamiento. Eran máquinas. Así era aquel ambiente en el que yo me metí, a finales de los 1970.
Y para colmo, por mi aspecto de pijo, imaginaos lo que sucedía. Todos querían hacer guantes conmigo para zurrarme. Pero mira por donde, resultó que yo tenía una buena izquierda que los mantenía alejados de mí. Enseguida descubrí que les costaba tocarme
A las dos semanas de entrenar con VA, porque nadie me hacía ni puto caso, el entrenador se digno a dirigirme la palabra, y más o menos estas fueron las palabras: ¿Te atreves a hacer guantes con tu amigo? Imaginaros lo que le dije.
VA me pegó por todo, y menos mal que llevaba el protector en la cabeza, porque de lo contrario me habría noqueado, y eso que era un boxeador mediocre.
A partir del día siguiente el entrenador, con su voz rota y olor a alcohol (siempre tendré un cariñoso recuerdo de él), me empezó a dirigir en unos determinados ejercicios: cuerda, saco, cubrirme, golpear sin bajar la guardia, bailar en el ring, etc. Fue toda una experiencia.
Yo siempre había sido aficionado al boxeo, pero nunca en mi vida había presenciado uno en vivo. Y el entrenar me dio esa oportunidad. Cada fin de semana había algún combate en algún pueblo de Mallorca, y allí me iba yo con VA, que peleaba a veces. Y a los seis meses justos de entrenar (como pasa en las películas) el contrincante de un negro al que llamaré OL, se cayó haciendo cuerda y se torció un tobillo. El entrenador me propuso sustituir al lesionado. ¿Imagináis lo que le dije?
Recuerdo que nos cambiamos en un sótano del bar de un campo de baloncesto de un pueblo del que no recuerdo el nombre. El sótano estaba lleno de cajas de refrescos y en el centro del techo pendía una escuálida bombilla. Sé que suena muy de película, pero es la puta verdad.
Me dejaron unos pantalones y una camiseta rojos, un color que no me gusta demasiado, pero estaba tan nervioso, que no fue hasta muchas horas después que caí en el color. Todos los púgiles, aunque de diferentes gimnasios, nos cambiamos en el mismo lugar. Y tengo que decir que cuando vi al negro casi me mee en el pantalón. Los dos éramos de la categoría de peso medio, pero él me pareció que hacía dos de mí. Menos mal que el entrenador me tranquilizó diciéndome que pesaba lo mismo que yo. Tengo que reconocer que si no hubiera sido por no hacer el ridículo, hubiera huido.
Subimos al ring montado en el centro del campo de baloncesto y durante tres asaltos (cuando eres amateur sólo están permitidos tres) nos dimos ostias por todo. Bueno, en realidad, las daba él. Unas cuantas veces vi pajaritos de colores, y con dos golpes estuvo a punto de tirarme, pero por increíble que parezca, lo esquivaba más o menos bien. De alcanzarle, ni hablar, OL saltaba como una bailarina y no dejaba de soltar la derecha.
Histérico y perdido en la desesperación y a punto de ponerme a correr, el entrenador se acercó a mi esquina y me dijo algo parecido a: No te he dicho nada porque he querido ver cómo reaccionabas. Ahora escucha con atención. Cada vez que saca la derecha, baja el brazo izquierdo dejando un agujero. Sólo tienes que engañarle y darle la cara, y cuando se confíe y te saque la derecha, éntrale tú y habrá acabado el combate.
Así lo hice. Dejé que me pegara en los guantes y algún que otro golpe en el estómago e hígado, y cuando creí oportuno bajé la guardia, entonces él, confiado, me soltó su derecha que yo esquivé al mismo tiempo que soltaba mi puño derecho que impacto en su frente. OL quedó tocado, y cuando fui a rematarlo, me di cuenta que no era necesario y dejé que se recupera sentado en la lona. Gané el combate por puntos.
Aquella noche el entrenador, VA, dos púgiles más, y el que escribe, cogimos una cogorza que tuvimos que quedarnos en el pueblo a dormir. A la mañana siguiente en el viaje de vuelta, el entrenador me dijo que tenía tres de las cuatro cosas imprescindibles para ser un campeón: una buena pegada, buenos reflejos, buen movimiento de pies, y...
En ese momento yo creí que iba a decir una tontería insignificante, porque la noche anterior no había dejado de felicitarme. Pero su famosa sinceridad me dejó helado.
Me dijo, más o menos: las tres primeras cosas que posees forman un cincuenta por ciento para ser un campeón, pero careces del cincuenta por ciento restante. El silencio se podía cortar en el interior de la furgoneta con la que volvíamos a casa. Dijo: Te falta la mala leche.
Ofendido le dije que no sabía si yo tenía mala leche. Él se rió y me dijo muy amable que lo había visto en mis ojos cuando tenía noqueado a OL. Tenías que haber seguido machacándolo hasta el final, y te dio lástima, terminó diciéndome.
Al día siguiente, ya en frío y con la cara como un mapa, volví a la realidad. Nunca había pretendido ser boxeador, no servía, pero no sólo porque no tenía mala leche, no, sino porque había que ser muy desgraciado para subirse a un ring a matar a golpes a un tío. Así de cruda es la realidad, y hasta que uno no se sube a un ring no sabe de qué habla.
Llamé por teléfono a VA y le pedí que se despidiera de mi parte del entrenador diciéndole que me había tenido que ir a Barcelona por un tema familiar. Nunca volví a pisar la Federación ni volví a ver al entrenador. Tampoco he visto nunca más un combate en directo.

Siempre he pensado que voy a escribir una novela de todo lo que me pasó en aquellos seis meses en la Federación de boxeo, pero para qué, pienso cuando estoy a punto de empezar. Nadie va a publicármela.

6 comentarios:

*******Lacónica******* dijo...

está buena tu historia pugilística

Carmen dijo...

Me hizo gracia tu comentario en el blog de Adolfo Payés, y por supuesto fue el que más me llamó la atención, por lo que decía: "¿Cómo coño se pueden tener 146 comentarios", y porque estaba justamente encima del que yo estaba escribiendo. Y me picó la curiosidad de saber quién era aquel que hacía publicamente la pregunta que yo tantas veces me había hecho en mi cabeza.

En fin, que ya estoy aquí, y visto lo visto, y después de lo leído...me quedo, con tu permiso, claro.

Alhena dijo...

Gracias por tu comentario, también diferente.

Al final me ha gustado tu relato, te retiraste del cuadrilatero.
No me gusta el boxeo, pero es así como tú lo narras, son golpes a la vida.

Saludos cordiales.

Anónimo dijo...

hola te contes to a tu comentario, y es con trabajo y dedicacion, por eso mismo te invitamos a participar ,ya que creemos que tu blog debe de darse a conocer, felices fiestas

Paris Quelart Budó dijo...

¿Y cómo se participa para que mi blog lo lea alguien más, Tipex?

Laury dijo...

Hola, gracias por pasar por mi blog.
Felices fiestas